Esta noche tocaba embriagarse. Tocaba dejarse arrastrar por el aroma dulce del vino, mientras este acariciaba mis cuerdas vocales. Tocaba hacerse trizas la ropa, quemar las suelas de los zapatos. Tocaba venderse un poco, dejarse llevar, extasiarse. Tocaba que el cuerpo se desentendiera del alma y que esta, caprichosa, se fuera a bailar entre los eflubios del tiempo, que tiende a jugar malas pasadas y a confundir al receptor con un mensaje cifrado. Hoy tocaba olvidarse, abstenerse. Hoy tocaba que mandara la piel, no la mente, porque el alma es ligera como el viento, mientras que la piel muerta pesa 14 toneladas.
Pero otra vez las cosas no son como una quiere. Todo se limita al "yo me lo guiso, yo me lo como". Como siempre. Mañana la razón llamará a mi puerta y los ladridos de los perros me recordarán lo que he hecho y dejado de hacer mal. Aun así, las aguas seguirán su rumbo y nadie vendrá a salvarme de mi misma y del resto. Porque no, amigos, es el resto el que nos hace más daño, porque mentirnos a nosotros mismos no nos duele tanto como mentir a los demás. Aunque pese.
Así que, recontando, ¿qué más nos queda? Sufrir en silencio una apariencia opuesta. Porque los demás no van a creer más de lo que les muestran sus ojos y para buenos actores -como yo- el ser y el parecer no son para nada lo mismo. Y es que hay una que se rie por fuera mientras que la de dentro sangra. Así, las palabras se arremolinan en mi cabeza y no me atrevo a dejarlas salir porque, si lo hago, las cosas no van a ser igual y no me arriesgo, tristemente, a encontrar algo peor y más miserable en mi camino.
En fin, que se equivocan. El "mejor sola que mal acompañada" no es cierto. Y todo el que lea estas palabras es consciente de ello. Solo nos queda atrevernos, tanto a vosotros como a mi, a ser sinceros.
La libertad me pesa tanto como me falta.
No, esperad, solo me falta.
Ahí queda eso.