Tus manos se deslizaron por mi cintura y no quise decir más. Tu aliento resonó en mis oídos y tu nombre se escapó de mis labios. Temblé y sonreiste cual encantador de serpientes. Entonces se me quitaron las ganas de discutir, de respirar. Se me quitaron las ganas de tenerte tan -tan- lejos, de que tu olor me fuera ajeno y de no encontrar tus ojos cerrados por las mañanas. Decidí que tenerte dentro sería la mayor de las victorias, aunque nunca hubiesemos librado una guerra. Sería una victoria sobre la vida y sus golpes duros, supongo. Así que, sin más dilación, me hice dueña de tus gemidos y sombra de tus siluetas, me deslicé por tu cuerpo cual gota traviesa de sudor. Me alimenté de tus suspiros y tu te estremeciste cada vez que grité tu nombre. Bajamos, subimos y acariciamos los límites entre el éxtasis y el cielo.
Y, a la mañana siguiente, abrí los ojos. Tú seguías ahí, somnoliento, con tu cuerpo desnudo cubierto por la sábana. Exausto, deshecho.
Desde entonces, noviembre me parece el mes más dulce.